martes, 25 de agosto de 2009

El sur


Todo runner que se precie debería llevar sus perpetuas zapatillas siempre encima, bien sea en la mochila, trolley o similar; tan importante es llevar el uniforme requetelisto en cualquier ocasión y lugar, como el neceser de baño o el puñetero cargador del móvil, descuido habitual cuando las prisas acechan. Hablamos de una forma diferente de colonizar el lugar vacacional, dejando la sandalia de cuero y el calceto de lycra aparcado en la habitación del apartahotel de turno.

Allá donde van, los runners salen a la conquista del Oeste, como Clint, desprovistos de caballo, ensillando y sacando brillo a unos transportadores de 3 cms de espesor en PVC, con una velocidad variable entre 8 y 13 km/h aprox, aportando una vista diferente a la del paisano/guiri habitual. No danzan el estúpido baile de la grulla a cada paso recorrido, como áquel pseudo Forrest Gump unineuronal. ¿Recordáis?

Cuántos territorios desconocidos y conocidos que ser desvirgados con sus pisadas elefantíticas (en algunos casos) y ligeras (en algunos otros). Una forma lícita y consentida de escapar de la familia, bien sea en versión suegra-coñazo-topicazo o del muermo de pareja con la que apenas intercambian impresiones; mejor correr que correr, piensan algunos. Hay que ser runner estival.

Yo ejerzo vacacionalmente mi derecho a ser una runner a tiempo completo. De tiempos horrendos y tiradas agónicas, pero runner al fin y al cabo. Y como corredora estival, he visto este verano caminos ñascosos almerienses, polvorientos y abrasados por un sol devastador, tanto a las 8 de la mañana como a las 8 de la tarde.

Se trata de la vía de evasión perfecta para el hastío familiar e incluso, por qué no decirlo, una forma de escapar de las tremendas garras del chorizo, morcilla y demás embutidos maléficos que desean atraparme tarde tras tarde desde el frigorífico de mi madre. Hablo de esas viandas típicas con las que rematar una comida poco frugal y altamente calórica que en los pueblos suelen estilarse. De mi pueblo sureño, yo diría que son las migas, los gurullos y las gachas. Todas light.

Nada mejor que huir, sí, a través de bonitos senderos y de los cauces de un río seco que circunvala mi pueblo, arropados por campos de cultivo; mazorcales y algunas otras cosas indefinidas que mi escasa sabiduría rural ignora por completo. Resulta familiar corretear por sus caminos y vislumbrar una perspectiva diferente de aquel lugar, "dificil de vivir por dentro, bello al admirarlo desde fuera", pienso al detener la marcha, girar la cabeza y contemplar aquel montículo plagado de casitas encaladas en blanco mientras todavía respiro el magnético olor a jamón que inunda el pueblo y sus pedanías.

Puntualmente puedes cruzarte con algún cortijero que esboza una sonrisa misteriosa da vinciana, para recordar de manera fugaz que hace un mes que viste La matanza de Texas y que todo es posible en el sur profundo de cualquier lugar. Aunque peor es el Levante, como todos sabemos. Déjemonos de malos pensamientos.

En el correr como en tantas otras materias, la inercia nos lleva por los mismos caminos una y otra vez recorridos, tediosos y fastidiosos, que convierten el goce en una tortura. Hay que reenamorarse de vez en cuando, renovando las costumbres deportivas, modificando el entorno y lugar, conquistando nuevos Oestes o reedescubriendo aquellos que hace tiempo dejamos perdidos en la memoria, como Clint en la Almería profunda.

Como yo cuando escapo de aquí hacia el sur.