
Arnould Moreaux me dice que quizá podría ser el tibial posterior, el soleo o tal vez la cara más externa del gemelo. Qué sé yo. No consigo claramente descifrar qué tengo debajo de la piel que me cubre las piernas. Quiero saber cual es el músculo exacto que me la está jugando. Tampoco soy capaz de averiguar si se trata de una simple sobrecarga o quizás el preludio de una lesión. ¿Cómo podría descubrirlo?
Digamos que en este asunto soy virgen. Ni esguinces, ni puntos (sólo grapas), ni inflamaciones miológicas. Sólo una clavícula partida que me permitiera salir del cuerpo de mi madre para poder respirar.
La lesión es al corredor lo que la cornada al torero. Señal palpable de sufrimiento, esfuerzo y experiencia. Nadie la desea para sí, pero una vez que te alcanza, es casi de obligado cumplimiento exhibirla cual condecoración otorgada al veterano de guerra. Batallas de abuelos corredores, con solera, recitadores de historias de serratos maltrechos, gemelos malheridos y tobillos indispuestos. Chascarrillos que al igual que nosotros, corren como la pólvora en las esquinas de cualquier carrera popular que se precie.
Mis doloridas piernas me chillan cada vez que salgo a correr. Siento pequeñas y agudas punzadas cada vez que mi zapatilla se estampa contra el suelo. Exhalo un lastimero ay mientras aprieto los puños para sobrellevar el dolor. Al detenerme, las observo y pienso en los desconocidos fibrosos que se esconden tras ellas. No puedo evitar pensar en el aspecto de la bandeja de churrasco comprada el día anterior en el Mercadona; rojos, carnosos y veteados. Ante el desconocido, mi mente dibuja un retrato robot.
Pronto sabré si padezco una lesión, y con ella, mi admisión en el club de los elegidos. Me siento como una intrusa a punto de pasar la prueba definitiva en los Boys Scouts. O tal vez sea el final de mi corta carrera en el atletismo popular. Quién sabe. Esto se lo contaré a mis nietos, seguro.